Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.
Límites - Jorge Luis Borges
Díganme si se han encontrado con frecuencia lamentando lo
rápido que determinados recuerdos abandonan el desierto de sus memorias y yo
les diré que en este post encontrarán un espacio de comprensión. Porque eso me
pasa constantemente, reducida aún más la fugaz vida de dichos recuerdos como
consecuencia de la abundancia de estímulos a la que uno (queriéndolo o
no) se ve sometido en estos tiempos que ya ni corren sino que huyen.
Muchas veces he mirado con cierta tristeza los estantes
donde viven mis libros tratando de arañar algunos detalles que complementen
ese saber que me gustaron, lo cual, muchas veces y tras unos pocos años, es
casi lo único que me queda de la experiencia de haberlos leído.
Esa situación que he sufrido siempre en silencio como
quien se considera afectado por una extraña enfermedad me ha llevado a cuestionarme
si de verdad había disfrutado de aquellas lecturas o solo era alguien haciendo
un esfuerzo por tratar de mantenerse en el lado supuestamente inteligente de la
vida. Siempre consideré que no soy ni la mitad de la lectora que debería,
considerando mis aspiraciones de escribir historias de buena calidad algún día,
y me pregunté cómo podría aumentar mi volumen de lectura si ni siquiera era
capaz de recordar lo poco que venía leyendo por ahora.
En algunos casos permanecían conmigo algunos personajes, determinadas
locaciones o una ruinosa reconstrucción de los hechos de la trama. Pero en
otros se habían ido hasta los nombres de los protagonistas y no quedaba de ellos
más que un rasgo, un mechón de cabello blanco como único recuerdo de una saga
de varios tomos.
Y aunque duela reconocerlo les digo que ante esta
situación me pregunté varias veces cómo alguien así podría soñar con convertirse
en escritora. ¿Acaso estaba destinada por mi incapacidad de retener historias
al infame y penoso destino de reducirme a televidente de programas de
chismes o reality shows, cuestiones olvidables desde el vamos?
¿Cómo puede alguien tan desmemoriada querer nada más y
nada menos que formar parte de ese selecto grupo de hombres y mujeres que
escribieron con sus plumas parte de la memoria fantástica de la humanidad?
La verdad sea dicha, no tengo una respuesta para esta
pregunta. Pero lo que vine a contarles hoy es que encontré en mis paseos por la
web un artículo que me reconfortó el alma.
No era yo la única mala lectora que andaba por la vida
con una memoria que se deshojaba.
1. La maldición de leer y olvidar
Así se llamaba el artículo escrito por Ian Crouch en la
página de The New Yorker y me pareció tan interesante que de inmediato supe que
sería apropiado compartirlo con ustedes. (Como siempre les digo, si se llevan
bien con el inglés no se pierdan la oportunidad de leerlo entero aquí)
Porque el autor olvidó por completo que había leído un
libro que le habían recomendado y prestado hasta el punto de comprarlo de nuevo
y recordarlo recién cuando, tras las primeras páginas, algunas particularidades
de los personajes le sonaron muy conocidas. Y ello le llevó a plantearse preguntas
similares a las que me aquejaban (con mucho más estilo y profundidad, claro
u__u) y ensayar unas interesantísimas respuestas.
Esta embarazosa situación plantea preguntas prácticas que también se convierten en preguntas sobre la identidad: ¿De verdad me gusta leer? Quizás es una falla de atención –hay ocasiones en las que noto mi propia distracción mientras leo, y puedo, de alguna manera, sentirme a mí mismo olvidando. Hay una pregunta más aterradora, una que se parece a preguntar si uno es bueno respirando o caminando. ¿Soy realmente tan malo leyendo?
2. Esa compleja relación entre el lector y el escritor
Porque es humanamente cierto que la mayoría de nosotros recuerda muy poco de lo que ha leído. Abrir casi cualquier libro por segunda vez es que nos recuerden que habíamos olvidado poco menos que todo lo que el escritor nos dijo. Partiendo del narrador y su narración, retenemos sólo una impresión descolorida, y él, por así decirlo, aleja el libro de nosotros y se lo mete bajo el brazo.
El autor reproduce una cita atribuida al poeta Siegfried
Sassoon, leída entre los comentarios de los lectores al post escrito por un
colega suyo y luego agrega:
"Humanamente cierto". Bueno, eso nos da algún alivio. La noción cambia un poco nuestra visión. Los libros no son sólo acerca de nosotros, como lectores. Pertenecen quizá principalmente al escritor, quien junto a su narrador, es un ladrón. Me pregunto lo que los escritores olvidan de sus propios libros.
La lectura es una de las más fascinantes maneras de
dialogar, ya que no consiste meramente en escuchar lo que una voz que pertenece
al pasado o se encuentra a miles de kilómetros de distancia eligió decirnos. Y
esto lo sabe cualquier lector: la lectura siempre genera una reacción, plantea
preguntas, nos da lo opción de intentar elaborar nuestras propias respuestas.
Porque es así en cualquier conversación normal:
escuchamos a nuestro interlocutor y al mismo tiempo vamos reuniendo elementos y
armando nuestro propio discurso. La lectura no es la excepción. Al leer, con la
provocación del escritor –cuyas palabras muchas veces olvidaremos casi en su
totalidad–, vamos construyendo nuestra identidad.
Noten una vez más lo maravilloso de nuestro oficio:
aunque a nuestras palabras se las lleve el viento, habremos contribuido a
construir el mundo de aquellos a quienes llegamos a tocar con el poder de
nuestra voz.
3. Todo lo que implica el acto de leer
En relación con lo anterior, una de las partes que más me
gustó del artículo era la que planteaba que el acto de leer no se limita a
absorber (y por tanto recordar) lo que está escrito en las hojas que van
pasando veloces ante nuestros ojos.
Si estamos condenados a olvidar gran parte de lo que leemos, todavía nos queda ese encanto del momento de leer un libro determinado en un lugar en particular. (...) Eso es perder los puntos más importantes, pero es algo. La lectura tiene muchas facetas, una de las cuales puede ser más bien indescriptible y naturalmente fugaz, una mezcla de pensamiento y emoción y manipulaciones sensoriales que ocurren en el momento y luego se desvanecen. ¿Cuánto de la lectura es, entonces, sólo una especie de narcisismo, un marcador de quién eras y lo que estabas pensando cuando te encontraste con un texto? Tal vez pensando en ese libro después, un rastro de lo que sea que te emocionó mientras leías emergerá de los lugares más oscuros del cerebro.
Me ha pasado. Me recuerdo leyendo “La narración de Arthur
Gordon Pym” de Edgar Allan Poe en un café a donde iba a almorzar cuando recién
empezaba en el puesto de trabajo en el cual estoy ahora. El libro no me gustó en
realidad y recuerdo ya casi nada de lo que en él se narraba. Pero sí conservo
esa satisfacción de estar en ese lugar, en ese momento, aprovechando mi tiempo
libre para hacer algo que consideraba parte de mi identidad más profunda, esa
que solo las personas importantes de mi vida conocían y valoraban. Recuerdo el
sol de la siesta sobre el verde de los árboles de la plaza que veía desde los
ventanales del café. El momento de cerrar el libro y contener un suspiro por la
obligación de volver a la realidad. Los pasos hasta el trabajo y ese sentirse
un poco como los escritores de las películas y no tan gente común y corriente.
Es, como dice el fragmento del artículo, una especie de
narcisismo inocente con el que también vamos construyendo esa identidad de la
que hablábamos antes. Hoy las cosas para mí son diferentes en comparación con aquellos
días. Almuerzo lo que traigo de casa o compro de los alrededores, muchas veces
frente a la pc de la oficina. No hay cafés ni actitudes tipo cliché de película.
Hay corridas, apuro, un arrancarle minutos a la vida para tratar de escribir
unas líneas o leer algo que me sirva.
Uno cambia, el devenir es la única constante. Pero en
medio de todo eso, la lectura va marcando hitos en nuestra historia que nos
recuerdan quienes hemos sido y de qué estamos hechos.
Entonces entendemos que olvidar no es tan grave porque
algo siempre nos queda. Algo muy adentro, aunque no podamos encontrarlo cuando
revolvemos a nivel consciente el cajón de nuestros recuerdos.
¬-(o_Ó)
PD: En el artículo hay otros temas más (por ejemplo los
caprichos de la memoria y el valor de la relectura), pero yo elegí centrarme en
lo que toca a la construcción de la identidad porque fue lo que más interesante
me pareció. Ese ir construyendo nuestras propias ruinas, porque estamos hechos
tanto de lo que tenemos como de lo que nos falta, lo que nos va dejando y
olvidando, como dice el maestro Borges en el fragmento del poema que abre este
post y pueden leer completo aquí.
PD2: Y como les recuerdo cada cierto tiempo, no se olviden de pasar por la página del Forajido Nabetse, quien aparte de los dibujitos tan lindos para el blog también anda subiendo unas cosas de temática más adulta ;)
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