Mis vacaciones del trabajo han sido esta vez un poco diferentes. En los años anteriores siempre implicaba un viaje a algún país limítrofe y todos los preparativos correspondientes. Este año, por motivos que oscilaban entre la indecisión y la posibilidad de un viaje futuro más interesante, decidimos quedarnos en casa. Así que mis merecidos días de ocio consisten en dormir con generosidad, comer cosas ricas (léase: un tour gastronómico por mis lugares favoritos de Asunción), estar con mi gente querida, pasear perezosamente por la ciudad ocupándome de tareas pendientes menores, perder tiempo en internet, leer y escribir.
Es decir, la felicidad n__n
Como regalo extra, esta maravillosa y despreocupada rutina me ha permitido volver a gozar de uno de los placeres favoritos de mi niñez y adolescencia, que la velocidad y el apuro de la vida adulta me obligaron a dejármelo bien guardado en el cajón de “cosas que hacer cuando tenga tiempo”, sin darme cuenta.
Algo tan simple y genial como estar tirada en mi cama, con los ojos abiertos, imaginando cosas.
1. El carril rápido
¿Cómo es posible no percatarse de que se está dejando de hacer algo tan agradablemente básico?
De repente la vida te lleva por delante. Así de sencillo. Y si uno logra mantenerse en la cresta de la ola se siente un capo. Porque unos años atrás nomás, ahí, a punto de salir la facultad, la vida parecía un agujero negro que daba mucho miedo. ¿Qué voy a hacer después? (O…O) <--[carita de ansiedad] Las cosas van llegando a su tiempo para el que espera y no desespera, y uno va adquiriendo experiencia de todo tipo. Se va para adelante.
Y en medio de todo esto, no es que uno elija conscientemente dejar de hacer algunas cosas, sólo se concentra en otras. Y así el poco tiempo libre que deja un horario laboral algo exigente debe ser dividido todavía con más precisión que el sueldo, para que alcance para todo ese montón de cosas que uno quiere hacer (en mi caso, por ejemplo: compartir tiempo con las personas que son importantes en mi vida, leer, escribir, jugar videojuegos, ver películas, aprender más sobre escribir y un todavía extenso etcétera).
Así, no es que yo haya optado por dejar de disfrutar de esos instantes de aparente quietud en los que no existe nada más aparte de esas génesis de mundos/personajes/escenas y el ventilador de techo de mi pieza. La cuestión es que cuando toco mi cama estoy demasiado cansada como para permanecer despierta. Eso no quiere decir que haya desistido de imaginar cosas, solo que tuve que reestructurar mi agenda y encontrar otros momentos para ello, pero de eso vamos a hablar mejor en el post de la semana que viene, cuando les hable de los superpoderes que me permiten, por ejemplo, conducir y escribir al mismo tiempo XD
2. Recuperar los placeres sencillos de cuando éramos distintos
¿Alguno de ustedes puede recordar la última vez que jugó con sus juguetes de infancia con toda su concentración, así como lo hacen los niños? Si se pudiera reproducir la propia vida como una película, me gustaría llegar a ese instante en que guardé por última vez mis playmobil después de haber vivido alguna fantástica y dramática aventura a través de ellos, solo para saber que el instante inmediatamente anterior a ese tenía el color imposible de los lugares que uno no regresará a visitar.
Hay cosas que vamos dejando atrás para siempre y otras que tenemos el privilegio de volver a disfrutar después de haberlas olvidado por algún tiempo. Y tal como yo pude notar en estos días, es maravilloso hacerlo.
¿Pero por qué es importante algo como esto para un escritor o un artista?
Porque en esas experiencias tan unidas a nuestra esencia, esos gustos tan particulares y tan nuestros, esos placeres sencillos que nos hacen inmensamente felices brilla oculta esa luz que nos puede convertir en eso que tanto soñamos y que en cierta forma ya somos: un artista con una voz única, distinta, capaz de sobresalir en su vocación.
Darnos el privilegio de revivir estas experiencias que nos hacían sentir felices y completos mientras paseábamos por nuestro mundo interior es, como dice Ray Bradbury en su libro de ensayos Zen in the art of writing, una de las principales maneras de alimentar a nuestra Musa. Porque es allí donde realmente nos encontramos a nosotros mismos, donde surgen las chispas, las luces. Esas vivencias y disfrutes (y también nuestros pequeños y personalísimos dolores) son los que abren las puertas al enorme depósito al que bajará a surtirse nuestra creatividad cuando le haga falta.
En mi caso, puede que nunca escriba un cuento o una novela sobre un personaje que adore estar tirado sin hacer nada imaginando cosas, puede que lo haga, quién sabe. Pero al permitirme el lujo de regalarme esas intangibles alas me estoy dando nada menos que la posibilidad de volar un poco más alto.
Una libertad que no tiene tanto que ver con las cadenas del tiempo y el espacio, sino con dejar que el alma acaricie las nubes, porque eso es lo que le gusta hacer.
¿Cuáles son, queridos lectores y cactus, esos pequeños paraísos perdidos de ustedes? ¿Y cuándo piensan darse el merecido obsequio de volver a visitarlos?
¬-(o_Ó)
PD: Ya que no me aguanté y dije esa frase que me encanta –a mí y a media humanidad–, “Paraíso perdido”, les dejo de regalo un poema de Rafael Alberti que se titula precisamente así. Pertenece al poemario Sobre los ángeles que es todo lo contrario a lo que podrían imaginarse con ese título. Ruinas, ángeles crueles, almas en pena. Eso para que se hagan una idea n__n
PD 2: Un amabilísimo lector de un blog que tenía antes me envió una vez ese poemario completo en PDF y quedé eternamente agradecida. Porque cuando eso todavía no sabía lo que era comprar por internet y la antología que pude adquirir acá en Paraguay, aunque de muy linda edición, solo tenía una selección de poemas de “Sobre los ángeles”. Si alguien quiere ese PDF (que está muy bien hecho, por cierto), me envía un mensajito a la página del FB con su dirección de correo y yo se lo paso XD
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