En el
post de la semana pasada les hablé de una técnica muy simple que podría serles útil para ir haciéndose de una reserva de ideas para futuros cuentos u otras piezas literarias. Hoy, tal como les adelantaba en esa misma entrada, les traigo otra propuesta artesanal que me ha servido para ciertos momentos de crisis con alguna de las novelas en las que he trabajado a lo largo de mi vida (ninguna de las cuales he considerado aún digna de ver la luz pública, por cierto; con suerte se aventurará más allá de mi monitor la que estoy escribiendo ahora).
El martes pasado les decía que mantengo mis reservas hacia el concepto de bloqueo literario, al menos, así como suelen pintarlo: un instante de nulidad absoluta donde nada razonable puede escribirse sobre la página en blanco. Como les decía entonces, si no termino o no escribo mis cuentos es más que nada haraganería, porque siempre tengo ideas, por lo menos ideas de dudosa calidad.
Pero la novela es un terreno diferente: me pasa y con frecuencia que me encuentro en un grave atascamiento. Al llegar a un determinado punto de la historia no veo con claridad cómo debería seguir, a pesar de tener una estructura básica de la trama (u outlining como le dicen en inglés y que será tema de otro post, oportunamente). En esos casos sí puede ocurrir que me quede mirando como colgada al cursor mientras titila sin ser capaz de agregar una palabra útil a los capítulos redactados.
Una vez más, no acepto que esa situación pueda ser considerada un “bloqueo literario”. Es solo que mi cerebro necesita tiempo para resolver los problemas que plantea la trama. A veces más, a veces menos, lo cierto es que mi cabeza “anda por su cabeza” –como suele decirse de quienes hacen las cosas a su manera y sin rendir mucha cuenta de sus actos– y no tiene demasiado sentido apurarla.
¿Y qué hacer mientras tanto? Una de las mejores opciones es seguir trabajando en esa misma novela.